Lecciones que nos enseñaron a las mujeres

Te Libro de Todo Mal


En 2009 llegué a India creyéndome persona, en 2013 me fuí de allí sabiéndome mujer.

Lo aprendí poco a poco, lección tras lección. Cada día las calles, las historias, las noticias, ¡mis amigos! me mandaban el mismo mensaje: "Eres una mujer, vive como una mujer, comportate como se comportan las mujeres, no esperes más de lo que una mujer debe esperar".

La primera lección se la debo a Sruthi, inocente, dulce, niña de pueblo. Llegó nueva a la empresa y - pobrecilla - fue asignada a trabajar conmigo sin tener ninguna experiencia o interés en el área. Su familia era humilde; de algún modo se las habían ingeniado para que ella estudiara una carrera. Sruthi, sin ser tampoco muy espabilada, había conseguido un puesto de trabajo que pretendía mantener hasta que encontrara un marido. Su problema, decía, es que todos los que su padre encontraba pedían más dinero por ella que lo que su padre se podía permitir. "Por eso, tener un buen trabajo cuenta bastante, quizás ahora alguno diga que sí, que vale".

Llegó Sruthi a la oficina cargada con una mochila, decenas de recipientes de cocina hechos de aluminio, y embutida en un salwar kameez de manga larga pese a los 48 grados de Mayo. "Esta noche me voy al pueblo a visitar a mi familia", me explicó, "con un poco de suerte podré hablar con mi padre".

"Con un poco de suerte", tuve la sospecha de que no debía preguntar pero, escondida tras la seguridad de la ignorancia extranjera, me importó un pimiento. Abrió mucho sus ojos almendra y me arrinconó mientras vigilaba que ningún compañero pudiera oirnos: "Mi periodo, está a punto de llegar, no puedo hablar con mi padre si estoy menstruando, soy impura".

Sruthi. En su familia los puros comen primero, las impuras esperan y comen lo que sobre, nunca usando los mismos platos o cubiertos, sin entrar en las salas comunes ni en la cocina y, sobre todo, sin acercarse a los templos. Su padre quería hablar con ella, se lo había dicho por teléfono, así que Sruthi cogía el tren nocturno que en siete horas paraba en su pueblo. "No le puedo decir que no voy, le ofendería. Tampoco le puedo decir que pronto me vendrá la regla, y si me viene mañana, me tendré que pasar el fin de semana aislada y sin hablar con él".

La solución me parecía muy fácil: "Bueno, pues si te viene, no se lo digas a nadie". "No, no lo entiendes. Es que soy impura"

La primera lección me la dio Sruthi: soy impura por naturaleza.
Hubo más lecciones.

La tercera me la dio el Ramayana. Considerado, junto con el Mahabharata, uno de las grandes poemas épicos hundúes, el Ramayana cuenta la historia del dios Rama. Era el hijo predilecto de su padre, el rey de Ayodhya, pero en el momento de heredar el trono fue condenado al exilio durante 14 años. Rama aceptó las órdenes de su padre y, obediente, se fue a vivir al bosque seguido por su esposa Sita, con la que llevaba 12 años casado. Rama y Sita, ejemplos de la virtud y del amor incondicional, vivieron alejados de su reino hasta que las cosas se pusieron feas. Un señor con muchas cabezas que resultó ser el Rey de Sri Lanka se encaprichó de Sita y decidió raptarla y llevársela a su isla. Meses más tarde, con la ayuda de Hanuman el Dios Mono, el virtuoso Rama encontró a su esposa, derrotó al malvado Rey de diez cabezas, y se la trajo de vuelta a casa.


Imágenes de la maravillosa película de Nina Paley, Sita Sings the Blues

El resto de la historia cuenta cómo Rama vuelve a su reino tras aquellos moviditos 14 años de exilio. El final es feliz: regresa el virtuoso Rama, se le corona Rey de Ayodhya, Sita tiene dos hijos, Rama es justo, Rama es bueno, Rama es el Rey perfecto. Rama es virtuoso: hoy se le reza con ahínco, al querido dios Rama, uno de los más venerados entre los 33 millones de dioses. Todavía, musulmanes e hindúes se pegan palizas por el derecho a venerar Ayodhya como lugar sagrado, porque claro, Rama nació allí - o eso dictaminó un tribunal supremo hace cuatro años después de un largo juicio.

No tardé mucho en enterarme de que los versos cuentan otra historia distinta a la de los rezos de la gente.

Los versos cuentan que Sita perdía el culo por su marido, y por mucho que el de las cabezas insistiera, a ella no le apetecía otro hombre. Se dedicó a rezar a Rama, Rama, Rama. Y entonces Rama viene, la rescata, se la lleva para casa, y la repudia. "Has vivido en la casa de otro hombre, eres tan guapa que no me puedo creer que ese señor no te haya tocado: ya no te mereces ser mi mujer". Sita, desolada, le pedía clemencia, porque te amo, porque nunca amaré a nadie más. Rama se lo pensó y decidió comprobar que Sita era pura. ¿Cómo? Fácil: lanza tu mujer al fuego.

Sita salió intacta de la hoguera. Fue la prueba de su pureza. Años después, ya siendo reyes de Ayodhya, Rama escuchó los rumores de su pueblo: "Menudo Rey imbécil, tiene una mujer que vivió con otro hombre". Así que el Rey justo y bueno la repudió de nuevo y, embarazada de gemelos, Sita fue desterrada.

En un bosque muy lejano, Sita crió a sus dos hijos, educándolos en las virtudes de su papá, Rey. Muchos años después su padre se encontró con ellos. "Se me parecen", dijo, y descubrió que eran sus muchachos. Visto lo visto, Rama quiso volver a aceptar a Sita como su virtuosa esposa. "Pero antes", dijo, "deberás pasar un test de pureza: Al fuego otra vez"

Habían pasado muchos años, muchos exilios, muchas hogueras, muchos repudios. "No", dijo ella, "ahora vas a ver si soy pura". "Si siempre te he sido fiel, si siempre te he querido y venerado" clamaba, "que se me trague la tierra".

Y la tierra se la tragó.

La tercera lección me la dio el Ramayana: que se me trague la tierra.

Gen.