Pintar un retrato como si estuviera conociéndote despacio.
La inquietud de la hoja en blanco, la ansiedad de aún no saber. Y entonces, la sorpresa del primer trazo.

Primero un esbozo, un contorno a lápiz duro. Luego, con un lápiz más blando, acariciar el papel con sombras, borrar, correr el grafito con los dedos. Desdibujar.

Después los pinceles: colores, matices, agua. Mucho agua. Encontrar más azules, naranjas, verdes casi transparentes. Mojar el papel, mordisquear la madera del pincel de pelo fino, entornar los ojos y descubrir tantos - tantos - tonos de fondo.
Y luego un pincel preciso - si me dejas - diluyendo apenas los colores, encontrar tonos exactos y pintar, pintar, pintar. Pintar labios, y lunares, y pezones: encontrar por fin el preciso color carne.
Aunque yo suelo acabar antes de tiempo: suelo conformarme con caras de ojos blancos. Firmo con fecha, cuelgo la hoja, guardo colores, seco pinceles, cierro los botes y miro el retrato: es suficiente.
Pero siempre al comienzo lo pienso:
"Quizás esta vez, con tinta, pueda pintar tus pupilas"

Gen.
