No se me olvida tu cara

Te Libro de Todo Mal


Bajo con cuidado el bordillo de la acera: en esta ciudad son altísimos y están rotos, y yo llevo tacones (una de las tres veces que me los he puesto). Camino varios pasos por la calzada, bordeando el aparcamiento de motos hasta donde tú estás, parado, con tu moto en marcha, mirándome con esa sonrisa guasona. Tu moto es una Royal Enfield, la nueva Thunderbird, y yo sé que esa moto pesa un quintal. No haces nada. Apoyo el pie en el lateral de la moto, flexiono la rodilla. Y entonces empujo, de un golpe, FUERTE.

Vuelcas, la moto te atrapa una pierna. Vuelcas y te haces daño. Te hago daño, pero no tanto como me gustaría. El guardia de seguridad no habla mi idioma (o más bien yo no hablo el suyo), me mira sorprendido, plantado ahí sin hacer nada. Es bajito y escuálido: eso es lo que hace la vida con uno cuando se crece en un slum. Ahora es cuando me toca correr. La fiesta está al lado, mis amigos están dentro. Hay seguratas grandes en la puerta del garito: en un instante lo he pensado todo, todas las posibilidades.

Sé que una ofensa así, a una mujer no se le perdona, sobre todo si la mujer es extranjera y tú eres un político adinerado (o eso dice de ti tu vestimenta y tu facha, traje de camisa y pantalón blancos, enorme mostacho, piel no muy oscura, una buena barriga a tus 45 años). ¿Qué harás? ¿Esperar a que acabe la fiesta? ¿Llamar a tus amiguitos y entrar? Pienso que mi moto está a salvo mientras el de seguridad siga guardando el aparcamiento.

Pero no. No hago nada de eso, porque las posibilidades son incalculables, y porque llevas persiguiéndome desde mi misma calle. Pienso que no es difícil encontrarme, en mi barrio todo el mundo me conoce: soy la única blanca que camina por el barro, que desde hace tres años compra su propio agua en la tienda de la esquina. Soy la única blanca del barrio que lleva a casa la bombona de gas en su moto.

No hago nada de eso. Me quedo congelada mientras me miras, ahí parado en tu moto, la sonrisa burlona. La sonrisa burlona de impunidad. Sólo te grito "Get out! GO! Leave me alone". No te altera, al revés, te hace sonreír más y repites otra vez ese gesto asqueroso que llevas haciendo los últimos cinco kilómetros mientras conducías en paralelo con mi moto. Y entonces es cuando me doy la vuelta, y desearía no haberme pasado media hora poniéndome guapa para la fiesta, con mi vestido nuevo y mis tacones, y mi pelo bien peinado, y los ojos pintados. Me doy la vuelta y camino intentando hacerme chiquitita (imposible midiendo 1'90 con esos zapatos), lo más rápido posible, hasta la puerta del local. Desde la seguridad de los dos inmensos gorilas, vuelvo a mirar, y entre los árboles te veo en el mismo sitio, los mismos ojos.

No fue una buena fiesta y después me fui sola a casa, en mi moto, con los brazos en tensión, el espray de pimienta en el bolsillo y mirando, constantemente, por los retrovisores en busca de la luz frontal, familiar, de la Royal Enfield Thunderbird.

Esto es lo que pienso cuando no me puedo dormir: no se me olvida tu cara, hijo de la gran puta.

Gen.

Y mientras tanto:
No hay música.